viernes, 10 de enero de 2020

Historia de un campeonato



En los años 55 y 56 del pasado siglo la dictadura perezjimenista había llegado a tales extremos que la censura a los medios impedía incluso que se publicara una noticia en la cual estuviese implicado un soldado o un guardia nacional, de manera que los reporteros que, entonces éramos muchos en El Nacional, organizáramos partidas de ajedrez, de dominó, de barajas, para pasar ese tiempo que debíamos emplear en informar sobre las actividades cotidianas. Había un escape: Era poca la injerencia de la represora oficina en las actividades deportivas. Y entonces, para tormento de los jefes, los diversos departamentos -redacción, talleres, transportistas- formamos equipos que por lo general disputábamos por la cerveza que consumíamos en el desarrollo de los encuentros. Y hubo incluso quienes propusieron torneos entre trabajadores de los distintos diarios, idea que no llegó a cristalizar vaya Dios a saber por qué; pero es lo cierto que a raíz de una entrevista que le hice a un médico de La Sabana, una numerosa y trabajadora comunidad que se extiende más allá del balneario Los Caracas, llamado Héctor Simoza, quien era un formidable jugador de dominó, estalló una protesta desde las más apartadas regiones del país donde se sigue practicando el pasatiempo. Al periódico llegaron más de tres mil cartas, muchas de ellas de importantes personajes regionales y varias de ellas, como es costumbre inveterada nuestra, insultantes contra el personaje, quien me declaró de manera categórica: ¡Aquí nadie sabe jugar dominó!... Y a la pregunta inmediata que provocó esta aseveración:

- ¿Usted sí? - me respondió enfático.
- ¡Claro, yo sí y puedo demostrarlo!

Más vale que no. Nuevas comunicaciones y llamadas telefónicas retando al audaz declarante llegaban al diario. ¿Y es que el dominó es una enfermedad y él, como médico, tiene la receta? Y expresiones más insultantes: ¿Cómo es que un médico habla como campeón de un juego cuando su trabajo es sanar enfermos? ¿Es médico o vago?

El ambiente se caldeó tanto entre los tradicionales jugadores del pasatiempo que por iniciativa de los miembros de la Asociación Hípica de Propietarios surgió la idea de realizar en Caracas un Campeonato en el que participaran los más destacados dominocistas de los diversos club sociales de la capital y sus alrededores: El Paraíso, Altamira, Club Táchira, Círculo Militar, Club Puerto Azul y uno de Valencia que era considerado como un “trabuco” por la calidad de sus integrantes.

Permítaseme la digresión para señalar que yo me había trasladado a La Sabana con el “Gordo” Pérez -el gran fotógrafo que hizo historia en el periódico- porque un avión de la línea aérea Avensa había caído al mar, se suponía que en sus inmediaciones y que las dos azafatas habían perecido. Piloto y copiloto llegaron nadando a una playa muy distante, por lo que las autoridades iniciaron una búsqueda del aparato a lo largo de toda la costa y en eso mismo fuimos destacados reporteros de los diversos periódicos.

Pasamos varios días en esa búsqueda y nos establecimos en La Sabana porque surgió el rumor de que por esos  lados había ocurrido el accidente. Y una de esas noches, para entretenernos ante de ir a acostarnos, decidimos acercarnos a una habitación donde jugaban una partida y Simoza era uno de los protagonistas. Me causó una gran sorpresa que tan pronto como terminaba una mano, antes de que los contendores iniciaran el conteo de los tantos Simoza daba el resultado con una precisión extraordinaria. Y lo que es más, en oportunidades, cuando le quedaban tres piedras en la mano anunciaba: ¡vamos a coger tantos puntos!; o viceversa: ¡si éste juega bien nos cogerán tantos puntos! Y así pasaba…

Y como me llamó la atención, porque nunca había visto hacer eso a ningún jugador, ¡y mire que yo conocí a unos cuantos! pues al concluir las tareas nocturnas, reporteros, trabajadores del taller, linotipistas y hasta directivos del medio nos poníamos a jugar dominó…

¿Qué más se iba a hacer en aquellos tiempos? Y la entrevista con el médico, que causó tanto malestar entre los practicantes del juego dio lugar a este Torneo, uno de cuyos mayores atractivos fue la participación de Simoza como uno de los integrantes del equipo de la Asociación Hípica, entre quienes se contaban consumados maestros del pasatiempo.

Uno de los propulsores de la justa fue el querido y recordado Pedro Juliac -El Negro Juliac, como lo llamaban sus amigos-. Por estos tiempos se hubiera quitado hasta el último pelo de la barba si alguien hubiese osado llamarlo “afrodescendiente” como se le ocurrió al difunto. Y entonces, como él dirigía el departamento que informaba sobre las actividades hípicas, dispuso un espacio para informar sobre el desarrollo del torneo y nadie mejor que yo, que durante un tiempo tuve como fuentes las correspondientes al boliche (bowling, para los norteamericanos), el billar y el dominó, para que me ocupara de escribir las crónicas. Trabajo por demás sumamente grato pues cada club se esmeraba en atender a los jugadores visitantes y a quienes se agregaban directivos, invitados especiales y mirones que nunca faltaban. Las cenas eran unos soberbios banquetes y, de la bebida, no se diga, whisky de las marcas más acreditadas, cerveza, brandy, etc.

Pero las crónicas, según la orientación de Juliac, quien a menudo interpolaba adjetivos, frases y hasta párrafos que hacían más grata e interesante la narración, no se referían propiamente al juego, sino a la concurrencia, al ambiente, a chistes o a burlas disimuladas a uno que otro jugador, bien por los términos que empleaba para referirse a una u otra de las piezas (el blanco sol que en la llanura espanta, para referirse al doble blanco; la gorda indeseable, al hablar del doble seis; cuaterno en las galeras del Pao, para señalar al doble cuatro) pero esto solo concluida una mano, pues en su desarrollo no estaba permitido golpear una pieza contra la mesa, encender un cigarrillo, preguntar por las piedras que le restaba colocar al compañero, pues se trataba de señas que significaban ventaja inescrupulosa para ganar una mano.

En una de esas crónicas, por ejemplo, conforme a la pauta establecida, se dijo que el doctor Joffre Henríquez, eminente especialista en enfermedades de los niños y un notable dominocista del Altamira Tennis Club era más feo que el doctor Prieto Figueroa. Al día siguiente, por supuesto, las llamadas. Una, muy grata, del siempre recordado Maestro, cariñoso, gentil y tolerante.

- Compañerito, - me dijo - te llamo para recordarte la vieja máxima: el hombre mientras más feo…más hermoso.

Y soltó la carcajada contagiosa con la cual celebraba la ocurrencia. La otra, de la esposa de Joffre:

- Mire, Omar, mi marido no es feo, para que lo sepa.

Estaba muy brava. Después descubrí que élla era hermana de mi muy querido amigo, el economista caroreño Eddie Morales Crespo, uno de los grandes directivos que tuvo en su mejor época, el Banco Central de Venezuela. 
En otra oportunidad la crónica se refirió a un joven médico judío que formaba parte de la escuadra de Puerto Azul. Decía que “el pícaro galeno” valiéndose de unas oraciones especiales, había ganado los cuatro compromisos que le correspondían. Al día siguiente, la madre del facultativo se presentó en la redacción del periódico para quejarse porque su hijo no era eso que le habían endilgado. Cuando supe la presencia de la indignada señora me escurrí por la parte de atrás del edificio dejándole la pesadilla a Juliac, quien más tarde me contaría el trago amargo que padeció, pues la preocupada visitante no le daba ninguna otra interpretación a la referida palabra.

- Señora - le decía - no se angustie. No tratamos mal al joven, que por lo demás, es uno de los más destacados jugadores del torneo. Pícaro quiere decir muy vivo, ingenioso, sutil.
- Pero allí no se le quiere decir eso - replicaba ella - sino maleante, brujo. Ustedes tienen que aclarar eso. “Él no es pícaro” como usted le dice.
- Yo no, señora - se defendía Juliac.

Pero la señora seguía muy incómoda.

- Vamos a esperar al reportero que escribió esa nota - la animó.

Pero ella perdió la paciencia y se fue… dejándole una mirada que lo hubiera dejado allí en el sitio fulminado si las miradas causaran esos efectos.

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