viernes, 10 de enero de 2020

Un gran presidente

"Lo recordé, como era natural como un mandatario notable, con muchísimos más aciertos que equivocaciones, lo cual correspondería analizar a críticos y políticos": Omar Pérez.


En diciembre de 2010 escribí en Últimas Noticias una columna en homenaje a ese intrépido, talentoso, sufrido y gran  venezolano que fue Carlos Andrés Pérez. Debí haberla escrito el 27 de octubre, en ocasión de su cumpleaños 88; pero me lo había impedido una grave e inesperada afección. Así que, de homenaje y reconocimiento a su obra fundamental de gobernante siempre preocupado por la suerte de su país se convirtió en una triste nota necrológica. Merecida por su supuesto, dada la magnitud de la obra que realizó como gobernante, cálida y ajena a toda otra connotación que no fuese aprecio de “compañero” de partido.
Lo recordé, como era natural como un mandatario notable, con muchísimos más aciertos que equivocaciones, lo cual correspondería analizar a críticos y políticos, que no soy ninguna de las dos cosas---sino todo lo contrario, como se le ocurrió decir a él alguna vez, para regodeo de sus opositores---.
En diversas ocasiones y pese a formar filas en la misma organización partidista, me opuse a decisiones suyas que pudieron costarme la cárcel cuando él ocupaba el Despacho de Relaciones Interiores, pues me arriesgué a publicar en una época de grandes tensiones políticas y de alzamientos militares, una nota en la primera página de El Nacional según la cual Simón Sáez Mérida, que fue Secretario General de Acción Democrática tras el asesinato de Leonardo Ruíz Pineda y que entonces había encabezado con otros radicales de izquierda como Eloy Torres, dirigente del Partido Comunista Venezolano, el golpe militar conocido como El Carupanazo contra el gobierno del presidente Rómulo Betancourt, estaba hospitalizado víctima de una grave dolencia.
No vacilé un solo instante, tras recibir la llamada desesperada de Simón, que fue también mi gran amigo, en escribir que se hallaba recluido en una clínica, cuando en realidad se trataba del único dirigente político que evadió la persecución policial huyendo desde las playas de la población oriental hasta Caracas manejando toda la noche  una vieja camioneta que le facilitó un amigo.
Esa nota lo salvó. Estaba escondido, que no hospitalizado en verdad, en una clínica; pero víctima de una congestión intestinal, pues la noche de su huída hasta la capital consumió el contenido de dos enormes bolsa de chicharrones, que fue lo único que alcanzó a adquirir en el trayecto.
Carlos Andrés me llamó al periódico y me llenó de insultos. Fueron tantos y tan numerosos los improperios que el colega Manuel Cabieses Donoso, gran periodista chileno que entonces trabajaba en el diario, no salía de su asombro, pues alcanzó a oír parte de aquella andanada con la que el Ministro barría el suelo conmigo, como se dice popularmente.
Pero la cosa no pasó de esa calentera, porque a ese gocho le sobraba generosidad---y anécdota aparte, que el propio Simón hizo pública mucho después, cuando las aguas se calmaron---. Carlos Andrés Pérez nacionalizó las industrias del Hierro y el Petróleo; dotó a Venezuela de enormes reservorios acuáticos que permitieron llevar el vital líquido a los más apartados rincones del país, regar ricas tierras feraces que entonces,  con la incorporación de técnicas de cultivo, contribuyeron a un crecimiento extraordinario  de la producción. Hasta su llegada al poder, nunca antes el estamento militar estuvo tan bien dotado en equipos, sueldos y mantenimiento. Creo la Biblioteca Ayacucho, que tuvo a su cargo la publicación de obras maestras de las letras suramericanas y el Programa de Becas Gran Mariscal de Ayacucho, por el cual miles de estudiantes venezolanos se graduaron en las más acreditadas universidades de Europa y los Estados Unidos, acrecentando, por supuesto, la gran capacidad cultural de los venezolanos. Y por si esto fuera poco, superó con energía y valor una explosión popular que estalló el 27 de febrero de 1989---El Caracazo---que se extendió y conmovió todos los rincones del país---y dos golpes de Estado: uno el 4 de febrero de 1992 y otro el 27 de noviembre del mismo año cuando unos irresponsables que alguna vez   vistieron el uniforme del ejército, bombardearon la capital. Este intento no degeneró en catástrofe, porque los cómplices que equiparon los aviones,  olvidaron  colocar en las bombas los dispositivos para que estallaran.
Su estrella política se opacó cuando en ejercicio de su segundo mandato presidencial, tras una faraónica celebración en el Teatro Teresa Carreño, pretendió aplicar una política de recuperación económica que no explicó ni siquiera a sus co-partidarios, que le negaron el apoyo parlamentario cuando más lo necesitaba. Para entonces---lo que explicaría su urgencia—el precio del barril de petróleo no pasaba de los 6 dólares. 
En los tiempos que corren es difícil encontrar a alguien que no recuerde con gran admiración a ese “gocho” penúltimo hijo del boticario Don Antonio Perez Lemus y Julia Rodriguez –fueron doce—a quien sus parientes llamaron “Taten” en sus días de infancia.

     ¡Y ENTONCES!

Soy amigo de Eduardo Fernández, quien siempre me ha dispensado un gran aprecio, al cual he correspondido con igual afecto y admiración pese a las diferencias políticas -él dirigente socialcristiano y yo, común y simple militante de Acción Democrática-. Cierto día coincidimos con él, Pedro Llorens y yo en un restaurant ubicado en La Candelaria que dirigían dos señoras de origen vasco  especializadas  en preparar un plato que hacía las delicias de la clientela: mero en salsa verde. Era un local muy reducido con espacio para unas cuatro mesas que vivía atestado de comensales. Nos habíamos escapado del periódico en el que prestábamos servicios---era día de quincena---para darnos el sabrosísimo gusto de saborearlo y apurar uno o dos tragos de whisky cuando se nos apareció El Tigre, como dieron en llamarlo sus electores cuando fue candidato a la presidencia de Venezuela. Cordial, sencillo, conversador, se sentó con nosotros y entablamos una larga conversación en la cual salió a relucir la anécdota que nos contó y que ahora, después de tanto tiempo rememoro y que revela una faceta del ex presidente Rafael Caldera.
Fue en la época en que tras el largo liderazgo del político yaracuyano, sus discípulos iban a someterse a unas elecciones primarias en las cuales sería escogido el nuevo candidato a la primera magistratura del país. Este proceso, por cierto, tuvo como característica que no solo iban a votar en la consulta los miembros del partido, sino que sería un proceso abierto a quienes acudieran al Poliedro de Caracas donde fueron ubicadas las mesas comiciales. Por elemental cortesía, Eduardo se creyó en el deber de visitar al ex mandatario y fundador del partido en su residencia para darle cuenta de cuánto había sido acordado en el partido, habida cuenta de que nunca se pensó en una nueva candidatura suya.
-Me recibió muy amablemente -nos contó- y tras el intercambio de saludos nos sentamos a conversar ante una pequeña mesa en la cual nos fue servido un whisky. Le expliqué la mecánica del proceso novedoso que habíamos diseñado y le informé sobre los candidatos que íbamos a participar.
-De repente -prosiguió Eduardo- más pálido que nunca, descompuesto, enardecido, se levantó de su asiento y me increpó:
-¿Y yo cómo quedo? ¿Cómo un …pendejo?
   Jamás le había oído pronunciar una mala palabra. Perturbado por aquella reacción inesperada abandoné la habitación, salí a la calle y me marché.
---Pero a poco andar -expresó Eduardo finalmente-regresé a la casa, apuré el whisky que me había servido y me devolví, entonces sí, para no regresar nunca más.
Comentamos entre risas aquella conducta suya, tras la molestia expresada por el ex mandatario yaracuyano, propia de la turbación que lo embargó.
Eduardo, en esa oportunidad, resulto perdedor en la consulta, que ganó Oswaldo Álvarez Paz. Caldera renunció al partido que fundó y lo elevó a la Primera Magistratura del país, para postularse nuevamente como candidato apoyado por un movimiento político que fundó su hijo mayor, que él bautizó como “el chiripero” y por el Movimiento Al Socialismo (MAS) comandado por Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez. Para asombro de todos, Caldera resultó triunfador. Su gobierno no fue como muchos esperaban, pues la situación económica del país atravesaba un momento difícil, con los precios del barril de petróleo por debajo de los seis dólares el barril. 
Mi querido y apreciado Eduardo desde aquel día, jamás volvió a verse con Caldera. Y no porque en su casa no existiese una botellita de whisky o de brandy, que era la bebida de la que prefería tomar una copita. 

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