Parque Gran Mariscal de Ayacucho, Barquisimeto, estado Lara. |
Andaría yo en los 10 años, a comienzos de 1935, en Duaca, estado Lara, cuando fui protagonista de un suceso del que dí cuenta alguna vez, si mal no recuerdo, pero que se me había ido quedando arrinconado en la memoria acaso porque reflejaba una manera distinta der ser de Eustoquio Gómez, presidente (como se decía entonces) del estado.
Ocurrió que Rómulo Delgado, el hermano mayor de Kotepa el periodista y humorista, que entonces vivía en Duaca, porque Rómulo era un viajero impenitente, se encontró con un hombrecito del pueblo que lloraba desconsolado en una esquina cuando tarde de la noche regresaba a su casa. Impresionado al conocer la causa de su llanto, según le contó, lo acogió en su domicilio y le prometió que procuraría remediar su situación, que no iba a ser muy fácil. Por lo pronto debía quedarse a su lado.
Ocurrió que el hombrecito, menudo, extremadamente flaco, manso, triste que se llamaba Hermógenes, un domingo decidió bajar del retirado cerro donde tenía su rancho con tres burros: dos cargados de café y otro de frutas y hortalizas que había cosechado y esperaba vender en el pueblo. Tenía mujer e hijos. Pero una vez que llegó a las primeras casas, lo recibió el hijo menor del general Molina, el jefe civil, quien lo invitó a un expendio de bebidas que quedaba cerca y tras de obsequiarle, afectuoso, varios tragos, lo invitó a jugar una partida de dados. La consecuencia de esa partida no pudo ser más terrible para el pobre Hermógenes. El sujeto lo despojo no solo de la carga sino de los animales. Muy tarde, repuesto del malestar causado por la bebida se encontró en medio de la calle, frente a la venta de bebidas herméticamente cerrada y cerrada también la noche, que se le vino encima. Muchas horas después fue cuando Rómulo Delgado lo tropezó.
Al amanecer del día siguiente Rómulo se puso en contacto con mi papá, José Segura Dávila, y ambos comenzaron a pensar la manera como habrían de auxiliar a aquel pobre campesino de las tropelías del hijo de Molina. Y entonces comenzó a funcionar el ingenio de las mujeres. Para la época era presidente del Concejo Municipal de Barquisimeto el doctor Horacio Briceño Ayesterán, personaje muy vinculado a Don Eustoquio, quien para la época era pretendiente de una prima hermana de mi mamá. Se trataba de una catira muy hermosa y atrayente que se llamaba Aura Tolosa. Mi madre, que durante el tiempo que vivíamos en Barquisimeto conocía de esa relación, sugirió la posibilidad de plantearle el caso al doctor Briceño y así lo hizo en una visita durante la cual yo la acompañé. El sugirió que llevaran a Hermógenes a Barquisimeto y que él se encargaría de lo demás. Y que como yo, en esa época, conocía de un extremo a otro la ciudad, que recorría con un primo de nombre Luis Peralta, podía encargarme de conducirle hasta la casa de habitación de Don Eustoquio, que quedaba por los lados del parque Ayacucho. Las mujeres me instruyeron de cuanto debía hacer. Desde la casa de mi prima lo conduje a pié hasta la morada del gobernante ubicada frente a dicho parque y protegida por una extensa pared de grandes muros pintados de blanco al fondo de la cual existía una discreta puertecita metálica adonde yo toqué, según las instrucciones. Me abrió el propio doctor Briceño, quien nos abrió paso a Hermógenes y a mí.
A pesar de mi edad no dejó de conmoverme la imagen del hombrecito arrodillado y llorando ante la presencia del mandatario, quien sentado en una silla que tenía recostada a una pared interior de la casa, le oyó pacientemente.
- ¡Váyase tranquilo! - le dijo -, que su asunto se va a arreglar. No me dí cuenta si le había dado dinero; pero a mí me llamó, cuando estábamos ya por salir y me regaló una moneda de cinco bolívares (un fuerte, como se decía antes), con el cual yo regresé gozoso a mi casa.
Pasados unos días de aquella visita el propio jefe civil del pueblo devolvió sus burros a Hermógenes junto con el café y unos bolívares por el precio de los frutos y hortalizas.
Yo no cabía de contento. A muchos de los chicos de mi edad mostraba orgulloso aquel fuerte que me había regalado Don Eustoquio. Y echaba el cuento; pero ese gozo me duró poco, pues mi mamá, ante el peligro de que el jefe civil se enterara de lo que había ocurrido con Hermógenes me escondió la moneda y me prohibió que siguiera contando la aventura, fuera cosa que nos causara graves consecuencias. Entonces a mí se me olvidó el cuento, entre otras cosas, porque nunca más volví a ver “el fuerte” que me regaló Don Eustoquio. En cuanto al hijo atolondrado, felón, bandido, del jefe civil, supe que había sido amonestado fuertemente. Por supuesto que nunca se conoció la autoría intelectual de aquel hecho y mucho menos la material, porque no la hubieran contado.
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