viernes, 10 de enero de 2020

La noche que asesinaron a Leonardo



Uno de sus asesinos se había quedado en el sitio, aguardando el reconocimiento de los jefes, muchos de los cuales, tan pronto como recibieron la noticia se arremolinaron en torno a su cadáver, tendido boca arriba en el centro de la vía y me hizo preso cuando exclamé lleno de estupor: ¡Es Leonardo Ruíz Pineda!

Guardaba en mis bolsillos dos rollos de fotografías que Jorge Humberto Cárdenas, destacado al lugar junto conmigo para reseñar lo que se suponía el final de un drama pasional, que fue como llegó la noticia a El Nacional”, ya había tomado antes de que otro de los secuaces policiales lo despojara de su cámara, porque no querían dejar ninguna huella gráfica del crimen. 

Batallaba con aquel hombrecillo flaco, trigueño, de bigotes que se empeñaba en Ilevarme detenido y que después supe que apodaban “Suela Espuma”, cuando alcancé a ver en el círculo de espectadores a José Francisco Colmenares, para la época jefe del Departamento de Investigaciones Criminales de la Seguridad Nacional, a quien había conocido en Puerto La Cruz en la época en la que yo ocupaba la Corresponsalía del diario El Nacional en Anzoátegui. Era persona tratable y servicial y al advertir el trance en el que me encontraba, le ordenó al subalterno me dejara quieto, pese a las protestas de éste por el “solo hecho” de haber reconocido a la víctima. Hasta aquellos momentos, las personas presentes en el sitio, decían que se trataba de un médico a quien había dado muerte un marido celoso. Lejos estaba yo de conocer que mi empeñoso y fallido secuestrador era uno de los sujetos que había perseguido, hasta darle muerte, a Leonardo. En el lugar, equidistante de una bomba de gasolina y la entrada al 

Sexto Pasaje de San Agustín del Sur, conocido popularmente como Vuelta de la Cocinera, en plena avenida principal de la parroquia, advertí la presencia entre otros, de Pedro Estrada, el temible jefe de la Seguridad Nacional; de Luis Felipe Llovera Páez, miembro de la Junta de Gobierno, del prefecto de Caracas, Hernán Gabaldón y de gran cantidad de funcionarios policiales, así como muchas otras personas que fueron cerrando el grupo en torno al cuerpo del político asesinado, como la doctora Consuelo Arévalo, abogada que conocí cuando trabajaba como reportero judicial y que se apersonó, curiosa, como muchos otros transeúntes, para conocer lo que había sucedido. Ella fue quien me susurró: “Parece que es Ruíz Pineda”. Y fue cuando rompí el cerco de mirones y me pare frente a su cuerpo. De momento no lo había reconocido, porque la imagen que tenía de él era con bigotes, que en razón de su vida clandestina se los había quitado. Por eso, al observarlo más detenidamente, no pude contenerme y pronuncié su nombre. Bastó y sobró para que “Suelaespuma” me hiciera preso. Lo llamaban así, porque caminaba de tal manera que no le sentían los pasos, pues calzaba unos zapatos con planta de goma. El fue uno de los perseguidores del auto en el cual viajaba el político que había asistido a una reunión con varios dirigentes de su partido por los lados de la plaza Pérez Bonalde, en Catia. El vehículo lo conducía David Morales Bello. A su lado se sentó Leonardo. Detrás viajaban Leoncio Dorta, un activista consecuente y capaz, que lo sobrevivió muchos años y Segundo Hermógenes Espinoza, querido amigo a quien conocí cuando vivía en Duaca, mi pueblo natal, dependiente de una bodega propiedad de un pariente suyo de nombre Alejandro Alvarez. Siempre fue un dirigente popular, valiente, aguerrido, responsable. En la época de la dictadura perezjimenista trabajó una temporada en el oriente del país y esa noche le había traído un informe a Leonardo. 

El crimen ocurrió una tarde-noche. La avenida estaba sumamente transitada porque en el estadio San Agustín se estaba realizando un encuentro entre los grandes rivales de nuestra pelota profesional. Se batían Caracas y Magallanes. Por esa vía enfiló Morales Bello, cuyo vehículo estaba siendo perseguido por dos secuaces de la Seguridad Nacional que tripulaban una moto. Cuando al conductor del auto se le hizo prácticamente imposible seguir por la enorme cantidad de vehículos que congestionaban el sector se detuvo detrás de una camioneta, al parecer accidentada, muy cerca de la gasolinera. El sujeto apodado “Suelaespuma”, de quien supe más tarde respondía al nombre de Daniel Colmenares y que viajaba como parrillero, avanzó hacía el auto, seguido muy de cerca por el motociclista Francisco Ramón Matute, quien revolver en mano se adelantó a “Suelaespuma” y encañonó a Leonardo a tiempo que le preguntaba: ¿Usted es el doctor Ruiz Pineda? 

Leonardo, sin perder la calma le dijo que no. 

- Déjeme que le voy a mostrar mi cédula de identidad - le dijo, calmado. 

Pero cuando se llevaba la mano derecha al bolsillo interior de su chaqueta, el sujeto le disparó a quemarropa, prácticamente, hiriéndole mortalmente en el pecho. Para entonces Morales Bello había salido del auto, al igual que Leoncio Dorta, quienes echaron a correr en direcciones distintas, mientras Segundo Hermógenes Espinoza se trababa en lucha con “Suelaespuma” para desarrnarlo. 

Aún herido de muerte, Ruíz Pineda pudo avanzar unos pasos hacía el Sexto Pasaje. Tambaleante, agónico, se asió a los barrotes de una ventana. Hasta él se acercó entonces un agente de la policía política que estaba de asueto y tomaba con unos amigos en un bar cercano, de nombre José Luis Arias que había salido a la calle al escuchar los disparos y se sumó a la agresión. Se dijo que había sido él quien disparó un balazo a la cabeza del dirigente, quien cayó en el centro de la avenida, entre un charco de sangre. Su victimario corrió a auxiliar a Colmenares para someter definitivamente a Segundo Espinoza, quien fue llevado esa misma noche a la sede de la Seguridad Nacional en El Paraíso y golpeado salvajemente por Pedro Estrada y por Ulises Ortega, terrible y feroz, quien le causó una herida en la cabeza con un machete. En el estadio el griterío de la fanaticada atronaba los aires. En la avenida, que fue cerrada al tránsito vehicular, quedo tendido por largo rato el cuerpo sin vida del gran lider de Acción Democrática. 

Estrada y los otros jefes dispusieron el envío del cadáver al Hospital Vargas y convocaron a los reporteros que fueron llegando cada vez en mayor número al lugar, a una rueda de prensa que se realizó pasadas las 10 de la noche. Impaciente, porque se acercaba la hora de cierre de mi periódico, intercepté en una de sus idas y venidas a su despacho al jefe policial, quien mantenía informado minuto a minuto a Pérez Jiménez de cuanto estaba ocurriendo y lo urgí a que nos dijera cuanto tenía que decirnos, porque el tiempo apremiaba. Pero cometí la torpeza de hacerlo en la forma coloquial que acostumbraba con propios y extraños: 

- ¡Compañerito!, se nos está haciendo tarde...

Pero no acerté a terminar, pues aquel hombre, temblando de ira, rudo, brutal, centelleantes los ojos me increpó:

- ¡Hijo de punta! ¡Como vuelvas a llamarme “compañerito” de aquí no sales, carajo!

Me temblaron las piernas y en el colmo de un terror que jamás he vuelto a sentir, saqué de uno de mis bolsillos un ejemplar del periódico clandestino “Resistencia” que en horas de la tarde me había entregado con varios más, para su correspondiente distribución, el querido compañero Angel Fariñas Salgado y comencé a escribir en sus bordes los nombre de Morales Bello, Espinoza, Dorta, que entonces dictaba a los periodistas, ya más calmado el jefe policial. Me salvó en ese instante la observación que, por lo bajo, me hiciera el colega Freddy Urbina, por entonces reportero policial de Ultimas Noticias. 

- ¡Guárdate esa vaina, chico! ¿Tú estás loco? 

Pero el susto se me pasó cuando me senté a escribir la reseña sobre el crimen, luego de llamar, lloroso a la casa de Doña llba de Becerra, madre de mi amigo y hermano de toda la vida, Mario Delfín Becerra. Yo vivía en su casa. Compartía con él, que fue un tiempo secretario de Leonardo, su habitación, en un apartamento del edificio Arizona, entre las esquinas de Romualda y Manduca. Aura Elena, la esposa de Leonardo, con Magda y Natacha, las hijas que estaban muy pequeñas, pasaban días guareciéndose allí de la tenaz persecución a que estaban sometidas por los sanguinarios policías políticos del régimen, quienes removían cielo y tierra en busca del político tachirense. 

En la reseña que hice escribí entre guiones, los nombres de los dos sujetos que persiguieron y asesinaron a Leonardo. Y como me quedé hasta la madrugada en el periódico y me enteré que Estrada había dado la orden de que me detuvieran y me encerraran por “semejante ocurrencia”, no regresé a la casa. Francisco Edmundo “Gordo” Pérez, compañero mío en mil batallas por la noticia, conocía a Pedro Estrada desde hacía muchos años, porque formó parte de la primera promoción de jóvenes caraqueños que hizo curso policial y tras numerosas explicaciones me salvó finalmente de caer en las garras del bestia a quien llamaban el “Chacal de Güiria”. También abonó en mi defensa que los compañeros de la crónica policial se pusieron de acuerdo y uno de éllos, el gran Gustavo Ledo Levy, para entonces reportero de sucesos en El Heraldo, que era un periódico vespertino, coló igualmente los nombres de los asesinos tal como yo lo había hecho. Otros periódicos publicaron la versión policial llena de falsedades, tal como la sugirió Estrada. Guardé por mucho tiempo copia de la reproducción de la cédula de identidad que cargaba Leonardo la noche que fue asesinado. Me la regaló el Gordo Pérez. Aparecía como Eduardo Crespo. Dos meses y 20 días después de su crimen Francisco Ramón Matute se mató en la calle ‘real” de El Valle -11 de enero de 1953- al estrellarse con su moto contra un poste. Esta versión sobre su muerte resultó muy dudosa. Siempre se ha pensado, como ocurre con los criminales a sueldo, que fue eliminado para borrar todo indicio que pusiera en evidencia la autoría intelectual del hecho.

Leonardo fue asesinado el 21 de octubre de 1952, entre 7 y 7 Y media de la noche. El 21 de octubre de 2002 ante su tumba, en el Cementerio del Este, en La Guairita, centenares de personas, militantes políticos, amigos, intelectuales, condiscípulos, paisanos, mujeres dirigentes, acompañaron a Aura Elena Merchán, a sus hijas Magda y Natacha ya su nieta Alexandra(hija de Magda) a un homenaje en el cincuentenario de su muerte y el doctor Ramón J. Velásquez, dictó una clase magistral sobre la vida y la obra de este gran tachirense y extraordinario valor de la democracia desparecido a los 36 años de edad.

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