En la biografía de Gustavo Machado, escrita con gran afecto y admiración por Domingo Alberto Rangel, éste cita a varios de los hombres que junto con él y Rafael Simón Urbina acometieron la temeraria y valerosa empresa de invadir a Venezuela desde Curazao, en uno de los tantos frustrados propósitos de derrocar a Juan Vicente Gómez. Libro agradable en el que su frondosa imaginación disimula con amenidad cualquier obstáculo en la verificación de alguno que otro encuentro familiar y penetra con agudeza en análisis que ayudarán a entender muchas situaciones políticas ocurrida en el país desde la década de los años treinta del pasado siglo.
Inserta Domingo Alberto, en el capítulo que se refiere a la aventura emprendida con la toma del buque Maracaibo para la invasión, la lista de quienes participaron en aquella gesta romántica y aparecen, entre otros personajes, Miguel Otero Silva y José Tomás Jiménez Arraiz (el “gordo”, como lo llamaban sus compañeros estudiantes de 1928) y me vino a la memoria un incidente que dio lugar a que Miguel, en presencia de Pedro Juliac, entonces Jefe del Departamento Hípico de El Nacional, refrescara aquel acontecimiento; pero no con nostalgia o amargura, sino con el aire travieso y alegre que caracterizó su vida.
Ocurrió que Monseñor Nicolás Navarro, Arzobispo de Caracas y Académico de la Lengua, hizo unas declaraciones que arañaron mi piel de reportero incipiente, que me creía dueño del mundo y por lo tanto con derecho a reaccionar violentamente y a decir cosas, por el solo hecho de estar en desacuerdo con algo o alguien. Comencé a decir improperios y malas palabras en contra del prelado y a amenazar con escribir unos bollos condimentados dirigidos en su contra, justo en el momento cuando Miguel, que acababa de llegar al periódico, se apersonó a la oficina de Juliac y con su voz, gruesa y rotunda proclamó:
- Aquí no se publica nada contra Monseñor Navarro… al menos - y bajó el tono, condescendiente - mientras yo sea el Jefe de Redacción.
- ¡Ah, bueno! - exclamé - porque no me quedaba otra.
- ¡Entonces me fuñí!...
Por momentos, reinó un silencio incómodo en la habitación que ocupábamos varios reporteros y trabajadores del taller que solíamos ir a ver las frecuentes y divertidas partidas de ajedrez que Juliac, por lo general, le ganaba a Vicente Martucci, un ex campeón de boxeo muy buena gente que trabajaba en el periódico. El perdedor se obligaba a pagar los helados para los espectadores, casi todos reporteros que disipaban en parte las tediosas horas de aquellas tardes oprobiosas de la dictadura perezjimenista que no permitía siquiera se publicaran las más triviales reyertas parroquiales. Tras el estallido inicial Miguel se sentó en un ángulo del escritorio ante el cual estaba sentado Juliac y me llamó, pues yo había comenzado a caminar para abandonar la habitación.
- Ven acá, carajito. Tú estás muy joven y desconoces parte de la historia de este país. Pero yo le debo la vida a Monseñor Navarro, que se la jugó completo cuando Gómez y León Jurado y todos sus secuaces nos buscaban como ratones para matarnos, después del fracaso de la invasión por Coro. Nos estaban esperando y acabaron con nosotros. Algunos, como pudimos, conseguimos escapar. A mí no me quedó otra que meterme en la Iglesia para ponerme a salvo de mis perseguidores que venían pisándome los talones.
- Pasé semanas en la Iglesia. Las hermanas del orejón Reyes (personaje que en la presidencia de Betancourt ocupó la Prefectura del Departamento Libertador), eran muy devotas y entiendo, muy revolucionarias. Me llevaban comida y se pusieron en contacto con Monseñor Navarro, que entonces era Obispo de Coro y discurriera la manera de sacarme de allí, porque yo me había aposentado en la sacristía; metido cosas debajo del Altar, importunaba en los confesionarios, de los cuales me había ido apoderando en voz baja, causando la consiguiente incomodidad a los oficiantes religiosos.
- ¡Entonces entró en escena el “negrito” pendejo! - interrumpió Juliac, sin dejar de mover las piezas del ajedrez ante el cual se encontraba.
- En efecto - prosiguió Miguel – el “viejo” Otero”- así lo llamaba él - llamó al Negro Juliac y lo puso al corriente de la situación en la que me encontraba.
Pedro estudió cuidadosamente el caso y determinó que debía sacarme por tierra, para eludir la estrecha vigilancia que en las costas de la zona y en los barcos y lanchas que navegaban por allí, ejercían las autoridades. ¡Y resultó toda una aventura! Reía al recordarlo.
Después de sustos y sobresaltos una madrugada Juliac consiguió ocultar a su amigo y camarada de toda la vida en un barco que estaba surto en La Guaira y estaba por zarpar.
- No fue en un camarote - aclaró Miguel, ante la mirada burlona de Juliac-. Me encerró en un closet, Supondrán el enorme calor que hacía allí adentro. Y tuve que esperar horas para salir de aquel encierro, ya cuando el barco estaba en alta mar. ¡Y entonces vino lo bueno! El capitán me descubrió. Estaba muy molesto. Le dije que yo era un millonario enemigo del régimen de Gómez que huía porque me iban a matar y que estaba dispuesto a pagarle no solo el pasaje sino los gastos que tuviera que enfrentar si debía desviarse, porque, como comprendería, en Curazao me solicitaban a raíz de Ia Toma de la Isla por Machado y Urbina para iniciar la invasión a Venezuela por el Estado Falcón y allí no podía dejarme.
- ¡Y lo último! Estábamos en esos arreglos, a punto de quedar convencido el marino, cuando descubrieron debajo de una cama a José Tomás Jiménez Arraiz. ¿Cómo se metió al barco? No lo sabía, pero a buen seguro que de la misma manera como yo lo hice y con otros amigos tan buenos, leales y generosos como este “negrit bandit” que tú ves aquí. y saltó del escritorio en cuyo extremo se había sentado para evadir la sarta de insultos que habría de espetarle Juliac, que no se quedaba con ninguna burla, así proviniera del dueño del periódico.
(Esta crónica me la publicaron en el diario El Globo, cuyo Jefe de Redacción era Heberto Castro Pimentel, mi gran amigo).
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