Hace 51 años, exactamente, Caracas vivía las últimas horas de una tiranía sanguinaria y criminal. Brigadas militares recorrían calles y avenidas de la ciudad de uno a otro extremo, haciendo sonar ululantes sirenas, disparando inclementes contra cualquier desprevenido ciudadano al que sorprendieran fuera de su casa. Estaba en su apogeo el toque de queda. La prohibición absoluta de movilizarse entre las 6 de la tarde y las 5 de la mañana del día siguiente. Caracas estaba tomada por unos uniformados desalmados que perseguían, humillaban, asesinaban a la población, por orden de un gobernante felón, cruel, feroz, que, justo, en esos momentos, estaba cargando en un avión el dinero mal habido para largarse a Santo Domingo, donde lo aguardaba un sátrapa igual que él, que llevaba 30 años asesinando a su pueblo.
Pero Caracas no dormía. El comercio había cerrado sus puertas, no circulaban los periódicos porque sus trabajadores, del primero al último los habían abandonado. Las emisoras de radio estaban desiertas y desiertas también las plantas de televisión. Estaba en pleno desarrollo una huelga general convocada por la Junta Patriótica, que activaba la resistencia en todos los frentes. De repente, en la alta madrugada, la voz alegre de Amílcar Gómez, un locutor deportivo -¡¿quien lo creyera?! Amílcar “Kiko” Gómez anunciaba, triunfante, la llegada de la libertad:
- ¡Pueblo de Venezuela! - gritaba con euforia - ¡Pueblo de Caracas! ¡Cayó la dictadura!
Y entonces aquella ciudad aparentemente entumecida, aquella ciudadanía supuestamente acorralada, se lanzó a las calles y desafió la metralla de los sitiadores, que bajaron las armas y se retiraron confusos y abochornados, ante los gritos de júbilo de la ciudadanía liberada. Detrás de la Bandera Nacional desplegada a todo lo largo y el Himno de la Patria cantado por hombres, mujeres y niños, el pueblo bajaba de los cerros como un torrente incontenible y avanzaba hacia la plaza Bolívar a celebrar la noticia. No importaba más nada. ¡Cayó la dictadura! ¡Viva la libertad! Una fiesta magnífica, maravillosa, llena de cálidos abrazos, de lágrimas y gritos emocionados…
Pocas horas después, en medio de aquella celebración, vuelta la música popular a la radio y la imagen de la televisión a los hogares, se asomó en las pantallas aquel hombre risueño, sencillo, afectuoso, sin una sola huella de odio en su rostro, sino dulzura y bondad. Era Wolfgang Larrazábal.
Desde cuando apareció en Miraflores al frente de la Junta Militar que asumió el mando tras la fuga del tirano, se ganó la admiración de todos. Pulcro, comedido, respetuoso, como si desde ese momento hubiese advertido que debía satisfacer la máxima aspiración de la gente, expresó que su paso por el gobierno sería transitorio, que en pocos meses convocaría elecciones libres y transparentes para que el pueblo, como tenía que ser en democracia, eligiese gobierno.
- Porque Venezuela requiere - así lo dijo la primera vez que estuvo ante los micrófonos y las cámaras de televisión -, la unión en la paz y en el esfuerzo creador de todos sus hijos, pues una patria dividida entre perseguidores y víctimas se anula en rencores estériles. Y envió un especial saludo de la Junta a la Iglesia Católica en su jerarquía universal, en sus autoridades nacionales y en el pueblo católico todo, que es la gran mayoría del país y la mejor fuente de nuestras reservas morales.
¡Qué gloria! ¡Qué ilusión! ¡Qué alegría!
Todos se preguntaban: ¡Dios del cielo! ¿Quién es este hombre? ¿De dónde viene? ¿Será verdad lo que dice?
Y así fue. La democracia que habíamos perdido la trajo él, desde el mar, con la espuma de la ola y la brisa fresca que apenas remueve la arena de la playa. La trajo él, confundida en la letra de las canciones que escribía y en las notas del cuatro que charrasqueaba, para acompañarse. La trajo él con su manera de ser suave, pero firme; con su ejemplo de acatamiento del sentimiento popular y de su promesa de respetar la voluntad que fuese expresada en el proceso electoral.
¡Y así ocurrió!
Nunca nadie como él, entonces, tuvo tanto poder. Nunca tanta admiración de multitudes que se volcaban a su paso para aclamarlo. Y nunca nadie como él tuvo la virtud ciudadana de retirarse de la vida pública sin una muestra de resentimiento o de rencor. Fue un gran venezolano. Un venezolano como pocos, honesto, valiente, cumplidor de los deberes que le impuso la patria. Por eso, después de la estupenda jornada que le cupo dirigir, anduvo por las calles, solo, sonriente, como siempre, confundido entre la gente que lo veía pasar con su andar parsimonioso como suelen caminar por la tierra los hombres de la mar y que lo saludaba con ese respeto y admiración que solo infunden los elegidos de la fama: ¡Almirante, buenos días, Almirante! ¿Almirante, cómo está?
Perdonen ustedes que atropelle palabras y adjetivos, pero he pensado siempre que esta patria que él rescató para el ejercicio de la democracia y se encuentra en peligro, está en deuda con su memoria. Por eso escribí emocionado la historia cristalina de su vida. Porque seres como él son excepcionales en este tierra llena de pasiones.
¡Wolfgang, Wolfgang, qué falta estás haciendo ahora en Venezuela!
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