viernes, 10 de enero de 2020

Ocurrencias de Miguel Otero Silva

"En una de esas visitas de Miguel a la sala
de la hípica, cuando Juliac y sus colaboradores
José Abinadé y Jorge Escobar se devanaban l
os sesos para nuevas comparaciones..."


Un amigo periodista me llamó recientemente para preguntarme si conocía alguna anécdota de Miguel Otero Silva---gran escritor, gran poeta, gran humorista, extraordinario periodista---. Le envié estas dos, vividas por mí y no sé si las dio a conocer; en todo caso, son divertidas y publicadas o no, vale la pena repetirlas. Por el año 53 del siglo pasado estaba recién llegado a El Nacional y Miguel, que manejaba muy mal y quería escapar de la vigilancia a la cual lo tenía sometido la siniestra policía política de la dictadura, me pidió una noche que lo llevara hasta un sitio de Caracas donde se realizaba una Feria a la que habían hecho mucha propaganda. Y durante el recorrido por los diversos lugares abiertos a los visitantes descubrimos uno donde funcionaba una ruleta que estaba atestada de apostadores. 

Miguel tenía fama de hombre afortunado---y lo era, en verdad, como lo evidenciaban sus aciertos en los cuadros de “Cinco y Seis” que ganó, para alegría de muchos de nosotros, pues distribuía parte de esas ganancias al llegar al periódico ; pero en esa ruleta no vió luz. Quedó sin un centavo.Lo llevé entonces a su casa, que entonces estaba ubicada por los lados de la urbanización las Delicias y le quitó un dinero a María Teresa su esposa quien salió a despedirlo. Y… ¡qué les cuento! También perdió. Ya era medianoche; pero Miguel, herido en su orgullo de jugador, me pidió lo llevase entonces al periódico, que estaba situado entonces entre las esquinas de Pedrera y Marcos Parra y llamó a un señor Ríos, encargado de la venta del diario a los pregoneros y con plata que le quitó prestada volvimos a la famosa Feria y nuevamente se quedó de a céntimo. 

Yo no dejaba de preguntarme cómo funcionaba aquella ruleta frente a la cual, en una mesa dividida en dos tramos horizontales uno pintado de rojo y otro de negro, con números colocados en diversas casilla y que, eran indicadores de la suma que ganaba el apostador si la bolita que comenzaba a girar entre una hilera interminable de clavos, finalmente se detenía en una rendija que indicaba un color: rojo o negro. El operador, de gruesa voz, anunciaba el resultado de la jugada: “Negro el diez”, “Doce al rojo”. 

“Cero”... Aquella letanía no cesaba, mientras las manos de los jugadores iban de uno a otro color y de uno a otro número, colocando montoncitos de monedas que eran sus apuestas. 

Finalmente, muy avanzada la madrugada, dejé al descorazonado Miguel en su casa. En el trayecto, no hizo ningún comentario sobre lo ocurrido. 

Por ese tiempo, Don José Moradell, que cuidaba las ediciones del periódico como la luz de sus ojos, para estimularme, solía escoger alguna noticia de cuantas escribía que le parecía graciosa, enmarcarla en un recuadrito que solía aparecer a dos columnas en una de las páginas de sucesos con una denominación que yo hice mía y que caracterizó la columnita: “La Vedette”, por aquello de que era una notita bailarina entre los casos curiosos que solían presentarse en los vecindarios y que suplian espacios que la censura dictatorial dejaba abiertos. Una de esas notitas, por ejemplo, refería la disputa de dos vecinos por una gallina que saltó de un solar a otro y desapareció. Ustedes imaginaran por qué---gallina ajena, sancocho seguro---. 
Pocos días después de aquella visita a la Feria Miguel que era muy respetuoso del trabajo ajeno, me llamó en presencia de dos o tres colegas y me dijo: ¡Mira, carajito, quiero que me prestes esa columnita tuya.

¡Pero cómo no! ¡La Vedette escrita por Miguel Otero! iQué honor! 

No cabía de orgullo. 

Al día siguiente apareció destacada en letras negritas la famosa columnita. Se refería a la estafa que se hacía en la Feria con la famosa ruleta. Según decisiones que sobre el juego había dictado el gobierno municipal, no podía despojarse de aquella manera a los asistentes a dicho sitio, pues según lo estipulado, la casa, si bien se reservaba un 30 por ciento, debía devolver el 70 por ciento restante. En dos columnas siguientes, Miguel, que era matemático, demostraba la trapacería. 

A la semana siguiente, Reinaldo Espinoza Hernández, inquieto publicista y musicólogo que si está vivo en Margarita, hasta donde se trasladó hace algunos años no me dejará mentir, visitó El Nacional. Cordiallzó largo rato con varios de nosotros, entre éllos con Carlos Dorante, mi gran colega, compadre y amigo, con quien se retiró hasta el fondo de la sala de redacción frente a una ventana que daba a la calle y como quien no quería la cosa le preguntó: 

- ¿Carlos, cuanto crees tú que puedo ofrecerle al “compañerito” para que no se siga metiendo con la Feria? 

Él estaba encargado de la publicidad y un señor Rivero Vásquez, que era el dueño de todo aquello le encomendó que buscara la manera de acallar la denuncia.

- ¿Cuánto tienes dispuesto? - le preguntó Dorante. 
- Reinaldo le dijo la cantidad y El Carolo - que así lo llamábamos - le respondió: 
- Mira, yo creo que vas a tener que subirla, y cuando Reinaldo abrió la boca para replicarle, le soltó la noticia: 
- ¡Vas a tener que subirla! - le dijo - porque esas notas las está escribiendo Miguel Otero. 

Reinaldo se escurrió de la redacción sin despedirse. 

El periódico había resuelto, tras el auge que había alcanzado el juego de “Cinco y Seis” hacer una separata que aparecía dos veces por semana para informar todo lo relativo a las competencias hípicas. Esa separata o boletín estaba a cargo del recordado político y periodista Pedro Julíac, gran amigo de Miguel, quien solía visitar su oficina “para echar un párrafo”, como se dice. Y en esas ocasiones el estrecho recinto se colmaba de gente que acudía para celebrar las ocurrencias de uno y otro---condiscípulos en el Liceo de Caracas , perseguidos políticos por los gobiernos de Gomez y Lopez Contreras y militantes ambos del partido comunista--- A Juliac se le ocurrió amenizar con una que otra nota las páginas llenas con los nombres de los caballos que iban a participar en las competencias, entrevistas con dueños, preparadores y jinetes con chistes y picantes comentarios sobre los directivos, comisarios y demás personas vinculadas al hipódromo. Por esos días de abierta discusión política a Juliac se le ocurrió hacer comparaciones entre una clase social y otra, que alcanzó luego una enorme popularidad. Era del tenor siguiente: 

Negro corriendo: ladrón.
Blanco corriendo: deportista.
Negro con bata: chichero.
Blanco con bata: médico.
Negra con bata: cocinera.
Blanca con bata: enfermera.
Negro subiendo cerro: atracador
Blanco subiendo cerro: atleta

En una de esas visitas de Miguel a la sala de la hípica, cuando Juliac y sus colaboradores José Abinadé y Jorge Escobar se devanaban los sesos para nuevas comparaciones, éste se arrellanó en una silla y de repente exclamó: ¡Tengo una, tengo una! 

Por supuesto, se hizo silencio y entonces éste propuso:

Blanco con pipa: Lord
Negro con pipa: Presidente.

Y así se publicó en el Suplemento Hípico y lo festejaron los caraqueños de uno a otro confín. Allegados a Miraflores dijeron que a Betancourt se le oyeron las carcajadas, celebrando el chiste.

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