viernes, 10 de enero de 2020

Presentes estaban los tres "cochinitos"

Marcos Pérez Jiménez, Carlos Delgado Chalbaud y Luis Felipe Llovera Páez.


Una interpolación que hizo historia


El catire Germán Gallardo -así lo llamábamos todos- era lo que se dice un linotipista excepcional. Su producción era irreprochable. Sus galeradas, sobre todo las correspondientes a noticias deportivas que no revestían mayor peligrosidad, según se suponía en una época en que los periódicos y los otros medios de comunicación estaban sometidos a una rígida censura, eran impecables. De espíritu jovial y ganado para los tragos y el dominó tras la fatigosa tarea, solía ser cliente frecuente de un bar situado en la esquina de La Pedrera, sitio en el cual se desarrollaban interminables y bulliciosos partidos de dominó en el que tomaban parte uno que otro reportero y varios correctores de prueba a quienes se unían, concluida la jornada nocturna otros linotipistas y trabajadores del taller, quienes de inmediato, divididos en grupos de cuatro emprendían escandalosos duelos. “De tres los dos mejores”, que se referían a que la pareja perdedora de dos de los tres partidos que comprendía el encuentro, quedaba obligada a pagar la consumición hecha por los jugadores en el curso del juego. El señor Limongi, dueño del bar, cerraba su negocio por lo general a las 12 de la noche; pero se veía forzado a esperar hasta la madrugada la conclusión de esos desafíos. 

Germán Peña -su nombre se me había olvidado porque él, tan pronto como fue puesto en libertad, no regresó al periódico- era un estudiante de pedagogía muy serio y muy responsable. Se costeaba sus estudios trabajando como corrector de pruebas y era uno de los más cuidadosos. Gallardo solía retar su habilidad para detectar gazapos, trasposiciones u omisiones intercalando alguna que otra frase de su cosecha en las pruebas que sometía a su revisión y correspondiente aprobación. Eran buenos amigos y Peña, estaba siempre atento por cualquier jugarreta del catire. 

Aquella noche de fines de abril de 1950 Gallardo quería terminar temprano para sumarse a una de las clásicas jornadas dominocísticas a las cuales no era extraño Miguel Otero Silva, quien disfrutaba del pasatiempo y de la compañía extra periódico de sus trabajadores y de alguno que otro colaborador amigo de los tragos y del famoso juego. De allí que olvidara la frase que había añadido  a la reseña de El Hermanito… Y Peñita, como lo llamaban cariñosamente, tenía pendiente dos exámenes y quería retirarse temprano para repasar sus materias. Y ocurrió el desafortunado incidente. En esa crónica de Napoleón Arraiz, el recordado “Hermanito”, que daba cuenta de la presencia de los miembros de la Junta Militar (que había derrocado al gobierno del presidente Rómulo Gallegos) en la inauguración de unas instalaciones deportivas en la Ciudad Universitaria. Gallardo, ajeno a los afanes del corrector interpoló en el relato deportivo una frase que Peña no alcanzó a leer. Tan apurado estaba que firmó la galerada que le envió “el catire” sin siquiera revisarla, confiado en la idoneidad del operario y a éste se le había ocurrido escribir: “presentes estaban los tres cochinitos de la Junta”.

Y así entró la frase en la página y así la vieron los miembros de la Junta y quienes alcanzaron a leerla, pues a las 7 de la mañana fue recogida la edición, tomadas las instalaciones del periódico y detenidos no solo los redactores y reporteros que fuimos llegando en el transcurso de esa mañana, sino los directivos, gerentes, los linotipistas, trabajadores del taller y la gente de la administración. Trabajador o periodista que se presentara al viejo caserón ubicado entre las esquinas de Pedrera y Marcos Parra que era entonces la sede de El Nacional, era introducido en una camioneta cubierta, de las varias que fueron ubicadas frente al periódico y trasladado a las oficinas de la policía política llamada Seguridad Nacional situadas en la urbanización El Paraíso, un edificio sombrío que quedaba detrás de Quinta Crespo y luego de ser interrogados por el “bachiller” Castro, un oscuro personaje que más tarde ganaría fama por sanguinario y cruel, congregados en un estrecho pasillo donde apenas había dos largos bancos para sentarse; muchos---yo entre éllos---quedamos de pie. Después del mediodía, tras una selección, fueron dejados en libertad Pedro Juliac, Federico Pacheco Soublette y la mayor parte de los empleados administrativos y los obreros del taller. A la cárcel denominada El Obispo, situada en el barrio El Guarataro, bajo medidas de estricta seguridad fuimos llevados Don Henrique Otero Vizcarrondo, Miguel y Alejandro Otero Silva---sus hijos---, el doctor Jesús González Cabrera (el Mono González), el Profesor Juan Francisco Reyes Baena, para entones Director del diario; José Moradell, Luis Esteban Rey, Ángel Fariñas Salgado (Administrador), Cuto Lamache, Jefe de Información; José (Chepino) Gerbasi, Héctor Strédel. Del taller, los linotipistas César Maneiro, Gallardo y Peña. Estos dos últimos fueron golpeados por los esbirros del régimen y encerrados en un cuchitril de metro y medio de largo y medio metro de altura que llamaban “el tigrito” situado en un rincón del patio donde nos metieron a los demás, como responsables inmediatos del irrespeto.

Al anochecer, fuimos distribuidos en tres calabozos muy estrechos donde apenas pudimos colocar varias esteras. En una de esas habitaciones quedamos Miguel Otero Silva, Héctor Strédel, Angel Fariñas Salgado, César Maneiro y yo. En otra, más estrecha, se acomodaron Cuto Lamache y Chepino Gerbasi y en una sumamente reducida quedaron el Profesor Reyes Baena, Luis Esteban Rey y José Moradell. El “viejo” Otero, Alejandro Otero Silva y el Mono González prefirieron quedar en el patio y allí durmieron en unas pequeñas camas de campaña que les hicieron llegar los familiares.

Pasaron varios días en los cuales familiares y amigos procuraron hacernos más llevadera la situación. María Teresa Castillo, la esposa de Miguel, se preocupó, junto con las esposas de Reyes Baena y de González Cabrera, de enviarnos alimentos y alguno que otro papelito disimulado que aparecía debajo de un pastel o confundido en el arroz, para informarnos de cuanto estaba sucediendo en la calle. Uno de esos mediodías el recinto se lleno de voces y de gritos, pues la Asociación Venezolana de Periodistas se reunió de urgencia, para protestar por el atropello y la policía hizo presos a unos cuarenta de sus miembros a quienes trasladó igualmente al Obispo, entre éllos a Gabriel Bracho Montiel, un político y periodista ya veterano que lo primero que hizo al entrar al calabozo fue ponerse el paltó al revés.

- Para que no se le ensucie al sentarse en el suelo - explicó Miguel Otero. 
El doctor Ignacio Luis Arcaya, quien era para entonces presidente del Colegio de Abogados, no solo en ese carácter, sino como colaborador del diario y amigo de los Otero, como escribió pasados muchos años, llamó por teléfono a Llovera Páez, miembro de la Junta y Ministro del Interior “para hacerle ver lo arbitrario y exagerado de la reacción del Gobierno. Su respuesta fue rotunda: el diario no volvería a circular. Sus palabras fueron: “Sobre El Nacional pasará el caballo de Atila”, Y es posible que por  esta gestión fuesen dejados en libertad Don Henrique Otero Vizcarrondo, Alejandro Otero Silva y el doctor Jesús González Cabrera. Y días más tarde el resto de los detenidos a excepción del “catire” Gallardo y de Peñita. Pero el diario seguía suspendido. 

El doctor Arcaya añadió en su relato:

- El 30 de abril era domingo. Me visitaron Miguel y Alejandro Otero para exponerme la situación que confrontaban. El Gobernador del Distrito Federal autorizaba la reaparición del diario siempre y cuando se publicara en primera página una nota editorial explicando el error habido en la crónica de “El Hermanito”.
- Pero no era esto solo - continua Arcaya -. La nota había sido redactada en la Gobernación y debía ser publicada tal como le fue entregada al “viejo” Otero, citado al Despacho para tal fin. La nota era realmente abyecta y su simple publicación desacreditaba al periódico. La reacción de Don Henrique fue categórica: “Si esa era la condición para su reaparición, El Nacional no volvería salir”.

En esa difícil situación que se vivía, ese domingo 30 de abril Miguel y Alejandro Otero visitaron a Ignacio Luis y con él discutieron largamente la situación. “Y establecimos contacto con el Presidente de la Junta -el más civilizado de los tres- en busca de la solución que se me había ocurrido” explicó. Consistía en redactar en el periódico la nota editorial y, en lenguaje responsable, reconocer el error habido pero no aceptar las expresiones miserables contenidas en la redactada por algún mujiquita. Delgado Chalbaud terminó por comprender la justa posición de los Otero y convenció a sus iracundos compañeros de Junta. El diario reapareció el día 2 de mayo. La nota editorial que propuso Arcaya, aceptada por ambas partes fue publicada en un recuadro a dos columnas, en negritas en la primera página de ese día: “Con fecha 30 de abril las autoridades distritales emitieron un documento en el cual se permite de nuevo la circulación de nuestro diario. Como es del conocimiento de nuestros lectores, El Nacional había sido suspendido desde el día 21 de abril a causa de haber sido interpoladas en el texto de nuestra edición de ese día palabras irrespetuosas para las supremas autoridades de la República. Volvemos, pues, a la circulación y a continuar al servicio de los intereses del pueblo como órgano sincero de su opinión”. 

Caída la dictadura perezjimenista Simón Alberto Consalvi en una de las agradables crónicas que escribía en la sección “Siete Días” del suplemento cultural del periódico, que entonces estaba a su cargo, al referirse al libro de María Ramírez Ribe “El Otoño Luminoso de Isaac J.Pardo”---gran venezolano que ocupó por un tiempo la presidencia de El Nacional--- menciona este incidente de la interpolación; pero lo atribuye a una manipulación de la Junta Militar “que le pagó a un empleado del taller para que metiera la cuña irrespetuosa”. No pretendo demeritar con este aparte la jerarquía intelectual del querido y respetado doctor Pardo, la obra magistral de María Ramírez Ribe y mucho menos el singular trabajo del cronista; pero en honor a la verdad “el catire” Gallardo estuvo muy lejos de ser un abyecto sujeto al servicio de la dictadura militar. Si me fuerzan mucho diría que se trató de un alegre e irresponsable operario a quien una imprudencia en el desempeño de su oficio le costó cárcel, tortura, persecución y aprietos económicos, pues pasó el trabajo hereje para conseguir colocación en otra editorial después del incidente de “los tres cochinitos”, que tuvo su cola, pues una interpolación similar apareció días después en el diario El Universal y por esa causa encarcelados varios trabajadores. La sanción comprendió la obligación de que el diario debía circular por la tarde. Y en esa condición de vespertino estuvo saliendo muchos días. 

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